viernes, 3 de enero de 2014

Al Ziryab y El Pollárez de Carmona.



Julián Ribera y Tarragó (1858 -1934). Arabista. En 1887 ganó la recién fundada cátedra de Árabe de la Universidad de Zaragoza, que ocupó hasta 1905. Fue trasladado entonces a la Universidad de Madrid para enseñar Historia de la civilización de los judíos y musulmanes, y en 1913 pasó a ocupar, en la misma Universidad, la cátedra de Literatura arábigo-española. Se jubiló en 1927. Perteneció a las Reales Academias Española (1912) y de la Historia (1915).
Su interés por la historia de Al-Andalus no se limitó a los aspectos políticos, sino que abarcó muy distintas facetas de su historia cultural. Estudió la historia de las instituciones docentes, la bibliofilia, las instituciones jurídicas, la filosofía, la lengua romance entre los árabes andaluces, los orígenes de la lírica y la épica y la música árabe y su influjo en la española, aportando en todos sus estudios ideas creativas y tesis audaces que han estimulado a la investigación posterior.
En su obra, “Historia de la música árabe medieval y su influencia en la española”, dedica el capítulo VII al estudio y análisis de la música oriental en el Palacio de los Omeyas cordobeses. Básicamente se centra en la figura de Al Ziryab.



                                     Jardín de Ziryab (copia del s. XVI)

Fue discípulo del gran músico Ishaq al-Mawsili (767-850) durante su infancia en Bagdad. Presentado al Califa Harún al-Rashid, éste quedó muy impresionado por el joven músico. Sin embargo, los celos de su mentor le obligaron a abandonar la capital del Califato, poco después de la muerte de al-Amin en 813. Vagó por Sham (Siria) e Ifriquiya (el norte de África), viviendo por un tiempo en la corte aglabí de Kairuán, hasta que escribió al emir de Córdoba, Alhakén I para ofrecerle sus servicios, que éste aceptó inmediatamente.


A su llegada a Córdoba Alhakén había muerto. Sin embargo, Abderramán II, su sucesor, le ofreció un palacio, una renta mensual de doscientos dinares y otras prebendas, sin siquiera haberlo oído cantar. En la corte cordobesa, Ziryab se convirtió en un personaje muy conocido y fue considerado el árbitro de la elegancia de los dominadores árabes. Influyó en el vestido, la cocina o el mobiliario de los que le rodeaban e introduciendo novedades tanto de uso social como musicales.
Sus innovaciones musicales tuvieron también una fuerte influencia. Según el arabista Emilio García Gómez, con Ziryab entraron en Hispania las melodías orientales de origen grecopersa que serían la base de buena parte de las músicas tradicionales posteriores de al menos una parte de la Península 
Ibérica. Añadió al laúd una quinta cuerda y sustituyó el plectro de madera (pieza que se agarra con la mano y que pulsa las cuerdas) por otro fabricado bien con uñas, pico o los cañones de las plumas de águila. También fundó el primer conservatorio del mundo islámico e introdujo los cantos árabes conocidos como nubas.

Con Ziryab, la alta sociedad cordobesa aprendió además las más exquisitas novedades de Oriente: peinarse con flequillo, recetas de la cocina bagdadí (Una de las recetas se conserva hoy en día con su nombre: el ziriabí1 ), el consumo de espárragos, y el uso de copas de cristal, en lugar de las de oro y plata, y manteles de cuero fino.
En Córdoba, ya en el siglo IX, existe una lírica medieval profana de las mismas características que la trovadoresca pero con siglos de antelación. Es segura la influencia del Califato en toda la lírica y cultura posterior del mundo cristiano.



http://www.youtube.com/watch?v=-7PEMN8zeK8








Zyriab
La fama de todos los cantores precedentes vino a ser oscurecida y sus cantos olvidados al venir el gran músico oriental, cantor eminente, discípulo directo de los clásicos Mosulíes, por mediación del cual penetró en España la caudalosa producción de la música árabe, realizada en el período de mayor apogeo por la escuela más clásica. Este notabilísimo cantor es la piedra angular del arte musical español, puesto que su música no sólo se divulgó, sino que se hizo dominante en la Península. El más grande historiador de la España musulmana dedícale un buen espacio en su crónica, que vamos a extractar. Dice Abenhayán en su Almoctabis:

«Ziriab es el apodo por el que generalmente se conocía a este músico. Su verdadero nombre fue Abulhasán Alí ben Nafi. Era cliente del Emir al-muminín al-Mahdí al-Abasí. Por ser de color moreno muy subido, por la claridad y fluidez de su habla y la dulzura de su carácter, se le conocía también por el Pájaro negro.

En Bagdad fue discípulo de Ishac el Mosulí, cuyos cantos aprendió rápidamente, sin que éste se enterara, y, merced a su sagaz entendimiento, a su destreza y facilidad de aprender y a su buena voz, llegó a mayor altura que su propio maestro. Bien sabido es que Ishac era capaz de componer obras musicales superiores a las que pudiese ejecutar cualquier extraño, por sobresaliente artista que fuera, y que nadie llegó a superarla en fama; pero Ishac no se dio cuenta realmente de lo que Ziriab había aprendido hasta que este último hubo de ser presentado a Harún ar-Rashid. Esto ocurrió de la manera siguiente:

Un día mencionóse ante Harún el nombre de Ziriab, como discípulo aventajado de El Mosulí, y éste dijo:
«Sí, le he oído algunas cosas bonitas, algunas melodías límpidas y emocionantes, sobre todo algunas en que yo le he insinuado modificaciones peregrinas que él ha aceptado y usado, las cuales son de invención y descubrimiento míos, y se las
indiqué porque las consideraba yo muy a propósito para las especiales aptitudes artísticas de Ziriab». Al saber esto Harún ar-Rashid mostró deseo de oír esas melodías a Ziriab, pues suponía que habían de gustarle. Por virtud de esta indicación del monarca, Ziriab fuele presentado. El califa dirigióle la palabra, y él contestó con frases muy pulcras, con expresiones de mucha galanura, con la elocución más concisa y adecuada. Luego preguntále acerca de su habilidad artística, y Ziriab contestó: «Sé cantar lo que casi todos los cantores suelen saber; pero la mayor parte de su repertorio personal se compone de piezas que únicamente son a propósito para ser ejecutadas ante un califa como Vuestra Majestad. Esas no las saben los otros cantores. Si Vuestra Majestad me lo permite, cantaré lo que oído humano no ha escuchado aún».

El califa ordenó que trajeran el laúd de su maestro Ishac; pero, al serle presentado, Ziriab lo rehusó, diciendo:
«Tengo mi laúd, que yo mismo he construido. Yo he descorchado la madera; yo la he trabajado para adelgazarla, y no me gusta tañer otro laúd. Lo tengo ahí, en la puerta de palacio. Permítame el emir que lo pida».

Harún mandó que trajeran el laúd, y al examinarlo y ver que era semejante al que había rehusado, dijo:
«¿Por qué no has querido usar el laúd de tu maestro?» «Si el emir desea que yo cante a estilo de mi maestro, cantaré con el laúd de éste; pero si desea que cante a mi estilo, por necesidad he de tañer mi laúd». «Me parecen los dos uno mismo» replicó Harún. «Así parece, realmente, a primera vista; pero aunque el tamaño sea igual y la madera, la misma, no así el peso: mi laúd pesa un tercio, aproximadamente, menos que el de Ishac. Las cuerdas que uso son de seda que no se ha hilado con agua caliente, operación que las debilita o relaja. El bordón y la tercera las fabrico de intestino de cachorrillo de león, y por eso tienen más dulzura, limpieza y sonoridad que las hechas con tripas de otros animales. Esas cuerdas mías, de tripas de león, son más fuertes y soportan mejor que las otras la pulsación del plectro».

Complacido el califa por esta explicación, le ordenó que cantara. Pulsó Ziriab el laúd, hizo unos rápidos ejercicios y cantó. Harún ar-Rashid, emocionado por lo bien que cantó Ziriab, encaróse con E Mosulí y le dijo:
«Si no fuera porque estoy persuadido de que él te ha ocultado la extraordinaria habilidad que posee, te castigaría por no haberme comunicado noticia alguna de este artista. Es preciso que te intereses por él, que cuides de su instrucción hasta que sea completa, y, por mi parte, deseo también contribuir a su formación plena».

Desde entonces, Ishac, arrepentido de haberle presentado al califa, comenzó a sentir envidia, y, no pudiendo soportarla, tuvo una secreta conversación con Zinab, en la que le dijo, en resumen, que allí, en la corte, no . podía aguantar competencias.
«Elige, pues, ya que la tierra es ancha: o te vas de aquí a sitio lejano, del que yo no tenga noticias tuyas, para lo cual te ofrezco todo el dinero que quieras, o, de quedarte aquí, no dejaré de emplear medio alguno para perderte. Conque resuelve».

Ziriab, que conocía bien cómo las gastaba El Mosulí, prefirió marcharse. Ishac le dio inmediatamente todo lo que le había prometido, y Ziriab se marchó a países occidentales. Cuando ar-Rashid volvió a preguntar por él, Ishac le contestó que era un chiquillo alocado y trastornado.

Ziriab se fue a tierras occidentales y perdióse en Oriente la memoria de su nombre. Ya en Occidente, escribió al monarca español Al-Hákim I diciéndole que sabía cantar y pidiéndole permiso para presentarse en su corte. Al-Hákim alegróse de recibir la carta y le invitó a que entrara en Andalucía. Ziriab púsose en camino con su mujer e hijos; embarcándose en el Estrecho y desembarcando en Algeciras. Allí se encontraba cuando recibió la infausta noticia de la muerte de Al-Hákim. Tal suceso le hizo pensar en volverse al Norte de África, pero Mansur, el cantor judío que Al-Hákim I había enviado a Algeciras como mensajero para recibir a Ziriab, le hizo desistir de marcharse y le rogó que esperase a que fuera comunicada comunicada la noticia a Abderrahmán II, hijo y sucesor del monarca difundo. el cantor judío escribió a Abderrahmán contándole lo que ocurría, y, a poco, Ziriab recibió carta de Abderrahmán II, en la que le invitaba a ir a Córdoba y le expresaba el placer que experimentaría de tenerle a su lado. Al propio tiempo, el emir escribió a todos los gobernadores de las comarcas que Ziriab tenía que atravesar encargándoles que le atendiesen y le obsequiasen. Hasta envió a uno de los eunucos de más alta categoría para que saliera al encuentro de Ziriab con mulas, mulos y todos los utensilios y provisiones necesarios para el viaje.

Entró Ziriab en Córdoba de noche, para mayor decoro de su familia, y fue aposentado en una de las mejores casas, a la que se proveyó de todo lo indispensable; hasta se le regalaron vestidos. Después de descansar tres días, Abderrahmán le invitó a presentarse, y le fijó en documento escrito los siguientes honorarios: cada mes cobraría doscientos dinares, y sus hijos, que eran cuatro, cobrarían veinte dinares al mes; anualmente se le darían tres mil dinares: mil en cada una de las Pascuas musulmanas, y quinientos en cada una de las dos fiestas, Mahrachán y Nuruz, y aparte, en especie, doscientos modios de cebada y cien modios de trigo. Todo ello sin contar varios huertos y cortijos que también se le concedieron, y cuyo valor fue apreciado en cuarenta mil dinares.

Satisfechas todas las exigencias de Ziriab y cumplidas todas las promesas que le hizo el monarca, éste seguro ya de tenerle complacido, le invitó a que frecuentara el palacio como comensal suyo, a beber y a hacerse oír cantando.

Dícese que Ziriab pretendía que los genios le inspiraban en sueños, no sólo el canto, sino toda la música que había de ejecutar en el concierto, y, al despertarse en plena noche, llamaba inmediatamente a sus dos esclavas, Gazlán y Honeida, cogían los tres sus respectivos laúdes y en la misma vigilia adiestraba a sus esclavas para que supieran ejecutar la pieza musical y escribía el verso. Después, volvía a meterse en la cama. Lo mismo cuentan que sucedió a Ibrahim el Mosulí cuando compuso el nuevo canto conocido por el majurk los genios le enseñaron y le adiestraron. Pero esto es noticia de dudosa veracidad: sólo Dios sabe lo que sucedió.

Estando en Andalucía, Ziriab añadió al laúd una quinta cuerda. El laúd antiguo sólo tenía cuatro, las cuales, según el simbolismo de los teóricos, correspondían con los cuatro humores del cuerpo humano: la prima era amarilla, y simbolizaba la bilis; la segunda, teñida de rojo, simbolizaba la sangre; la tercera, blanca sin teñir, simbolizaba la flema, y el bordón estaba teñido de negro, color simbólico de la melancolía. Al laúd, pues, le faltaba el alma, y por eso Ziriab aumentó una cuerda roja central (colocada entre la segunda y tercera). De ese modo, el instrumento adquirió más delicada expresión y se prestó a más amplias aplicaciones. Además, inventó el plectro de pluma de águila en vez del de madera, que era de usual. Ese nuevo plectro, por la mayor delicadeza del corte, su mayor limpieza y por ser más ligero, se manejaba mejor y no maltrataba tanto las cuerdas, las cuales podían conservarse mucho más tiempo en buen servicio.

Ziriab, además de ser excelente poeta, como también lo fue su hijo Ahmed, estaba muy instruido en varias disciplinas: astronomía, geografía, física, política, meteorología, etc. Pero, sobre todo, en el arte suyo tenía un riquísimo repertorio de diez mil canciones, número no superado por nadie de quien tuviesen noticia Ptolomeo y los escritores antiguos. Poseía gran penetración y agudeza; sabía mil cosas ingeniosas; conocía todos los ramos de la literatura; en el trato social era delicadísimo y atento. En una palabra, reunía todas las cualidades que podían adornar al hombre más cortés. Su conversación era amenísima; su urbanidad, exquisita; cualidades a propósito para la corte, cual ninguno de su oficio poseyó.

Los personajes principales de Córdoba y los oficiales palatinos lo tomaron como tipo de imitación, como modelo, aceptando las prácticas de Ziriab como reglas de conducta social y urbana. Hasta las comidas suyas se pusieron de moda en Andalucía: muchas de ellas pasaron a ser costumbres que se conservaron hasta siglos posteriores, unidas a la memoria y nombre de Ziriab, a quien las adjudicaban como introductor. Antes de entrar él en España, los hombres y las mujeres llevaban partida la cabellera con raya central y dejando caer el pelo a ambos lados de la cabeza, cubriendo las cejas; pero cuando la gente elegante vio que Ziriab, sus hijos y sus mujeres llevaban el pelo recortado, dejando la frente despejada, nivelada la cortadura paralelamente a las cejas, con inclinación hacia los oídos y dejando colgar el pelo sobre los pulsos, según se estila ahora aún por criados, eunucos y esclavas, entonces le imitó y vino a generalizarse esta costumbre, como otros muchos usos que ese músico trajo, en perfumes, vestidos, comidas, guisos, vajilla de cristal, etc.»

Pero las modas que más interés tienen para nuestro actual objeto son las relativas a la Música.

«Aún es práctica constante en España (añade el historiador que extractamos) que todo aquel que empieza a aprender el canto comience por el anexir (la recitación), como primer ejercicio, acompañándose de cualquier instrumento de percusión; inmediatamente después, el canto simple o llano, para seguir luego su instrucción y llegar al fin a géneros movidos, hasta los hezeches, según los métodos de enseñanza que introdujo Ziriab.

Cuando este maestro se prestaba a enseñar el canto, mandaba al discípulo que se sentase en una almohada de cuero y que forzara la voz. Si el discípulo poseía voz potente, comenzaba su enseñanza sin necesidad de otra preparación; pero si era de voz escasa, le ordenaba que se atara el vientre con un turbante, para fortalecerlo por ese medio, no dejando a la voz un ancho espacio en la parte central del cuerpo, al salir por la boca. Si el discípulo cerraba ésta al cantar o no separaba las mandíbulas, le mandaba que se metiese en la boca un trozo de madera de tres dedos de ancho, y que pasara de este modo algunas noches, hasta conseguir que se separasen las mandíbulas.

Con el fin de observar las condiciones naturales de la voz del que deseaba ser su discípulo, le hacía gritar con toda la fuerza que pudiese la frase ya hachwn o simplemente un ah, y que mantuviese el grito un buen rato. Si notaba que la voz era clara, pura, fuerte, intensa, perfecta, es decir, sin mezcla de sonidos nasales, ni embarazos de lengua, ni dificultades de respiración, y estimaba que el aspirante poseía condiciones para aprender, le indicaba que podía enseñarle; pero si percibía faltas naturales que imposibilitaran el éxito, le hacía desistir de aprender y no le enseñaba».

Hasta aquí Abenhayán.


Todos estos informes o noticias han sido transmitidos por personas afectas a la tradición musical o a la persona del artista; pero hubo opiniones contrarias. El poeta español Algazel, ofendido quizá del prestigio y fama que iba adquiriendo este cantor oriental, comenzó a desatarse en invectivas y sátiras contra Ziriab; más enterado Abderrahmán II de esa actitud violenta, le ordenó que se abstuviera de continuar en esa conducta. Abenabderrábihi, en su Enciclopedia, le trató también despectivamente, sin duda haciéndose eco de las prevenciones tradicionales del pueblo árabe contra los cantores. Algunos empleados de Hacienda, contemporáneos, mostrando graves escrúpulos, se resistieron a pagar del dinero público, a un cantante, la suma de treinta mil dinares que en cierta ocasión dispuso Abderrahmán II que le fueran entregados.

Pero, en general, hasta los historiadores alfaquíes gustaron de recordar el nombre de ese cantor, como celebridad proverbial en España, cuya música y enseñanza constituyó escuela tradicional española.

Abenjaldún nos dice que el conocimiento de la música que Ziriab dejó como herencia a España se transmitió de generación en generación, hasta la época en que los gobernadores de provincia y de las ciudades se hicieron independientes.
«Estuvo muy difundida esta afición en Sevilla, y, cuando esta ciudad decayó, pasé la música a África y Al-Magreb, donde se notan aún algunas huellas en la actualidad (siglo XVI), a pesar de la decadencia de los imperios africanos».

Hasta en los últimos tiempos de Granada recordaban los poetas a Ziriab, poniéndole en el mismo rango que al celebérrimo Mabed.

Realmente, la escuela de Ziriab pudo arraigar en España merced a los muchos transmisores inmediatos que realizaron la difusión, a saber: su propia familia. Ziriab tuvo diez hijos, ocho varones y dos hembras, y todos ellos ejercieron el arte del canto, aunque no todos alcanzaron la misma altura. El mejor cantante fue Ubaidala; le seguía Abderrahmán; pero éste fue tan vano, orgulloso, pagado de sí mismo y tan poco atento a nada que no fuera la admiración de sí propio, que se enajenó las voluntades y tuvo que sufrir serios disgustos, hasta parar en el aislamiento. Cásim fue buen artista y excelente persona; Mohámed, un afeminado.

Las dos hijas de Ziriab fueron muy apreciadas: Hamduna, la más hábil artista, logré casarse con personaje prijpa.1 de la nobleza cordobesa, con el canciller del Imperio Háshim ben Abdelaziz; pero murió antes que su hermana Alía, la cual, por ser la única superviviente fue muy solicitada para enseñar el canto, ejerciendo el magisterio sin competencia y logrando atraer toda la clientela que había procurado el prestigio familiar.

Ziriab, además, educó, enseñó y comunicó sus más bonitas canciones a una esclava suya llamada Metaa, hermosa criatura de quien se enamoró Abderrahmán II cuando ella, llegada a la adolescencia acudía a su palacio, unas veces para cantar, otras, para escanciar la bebida. Esa esclava pudo percibir claramente la pasión del soberano, a pesar de que éste, por miramientos y respeto a Ziriab, no se atrevía a hacer demostración pública de su amor, y un día, dejando todo recato, se atrevió a manifestarle el cariño que ella sentía por el monarca, y en los versos de su canción le increpó excitándole a que lo manifestase. Enterado del caso Ziriab se apresuró a regalar la esclava a Abderrahmán II, a la cual pudo ya desde entonces poseer éste en su palacio.

Discípula directa de Ziriab fue también Masábih, esciava, hábil artista de excelente voz. El amo suyo, el secretario de Abuhafá Omar ben Calil, se mostraba muy avaro, eludiendo y rechazando las peticiones que se le dirigían para que la dejase oír. El poeta Abuornar ben Abderrábihi solicitó una vez oírla; pero le fue denegada la petición. Con este motivo compuso unos versos en que le decía al amo de la esclava:

¿Muestras avaricia por la voz de un pájaro que gorjea? Creo que ese vicio no lo habrá tenido ningún hombre jamás; Pues por muchas que sean las personas que la oigan, El capital de su voz no ha de sufrir merma ni acrecentamiento.

Los cantos de Ziriab, cuidadosamente conservados fueron recogidos y coleccionados por Aslam ben Abdelaziz, pariente de Haniduna, la hija de aquel insigne artista. Este Aslam, hombre capaz de ejecutarlos y que conocía perfectamente todas las tonadas o cantos de Ziriab, y estaba enterado de todas sus clases y aún de la historia de los mismos, pudo realizar la admirable colección que luego fue conocida y divulgada.

Tenemos, pues, que en España penetró y cundió la música oriental, traída por cantores que no eran de raza árabe, sino esclavos, libertos o gente extranjera que la habían aprendido en escuelas orientales. La medinense primitiva tuvo aquí sus representantes directos, y la clásica de los Mosulíes vino a ser dominante en la península, por mediación de un artista excepcional, discípulo directo de Ishac el Mosulí.

Cantáronse en España las mismas canciones de Oriente, con los mismos elementos artísticos y aun los mismos instrumentos a mediados del siglo IX de J. C.
Hasta aquí la narración de la vida de Al Ziryab.
En el capítulo VIII, que trata sobre la difusión de la música de esta escuela persa-árabe por Al Ándalus, afirma “Casi todos los reyes de taifas tuvieron sus citaras u orquestas de músicos y cantores. Así lo afirman Abenbassan y otros autores, los cuales echan en cara a los taifas el vicio de ser grandes bebedores de vino, reclutadores de cantoras y amigos de oir tañer laudes”.




En el capítulo IX de la misma obra de Julián Ribera, y sin citar las fuentes que ha seguido, trata de los cantores-poetas de Al Ándalus. Algunos nos son muy conocidos, como el ciego de Cabra, otros no cita la fuente de su información. La sorpresa es que al final de esa lista de autores, que no es muy numerosa, menciona a una docena de sevillanos, siendo los dos últimos: “Aben Isa, conocido como el Sevillano, y El Pollárez de Carmona.”


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