Los sones negros del Flamenco: sus orígenes africanos
Eloy Martin Profesor de Historia Moderna de la Universidad Pompeu Fabra
La feliz expresión flamenco, o
cantes, de ida y vuelta, sólo tiene en cuenta una faceta del proceso
(la ida y vuelta de tierras americanas), olvidando otras (la venida
de los cantes africanos y afroamericanos y sus intérpretes a
España). Por contra, en los últimos años se ha operado un cambio
espectacular consistente en reconocer, y aun realzar, las
aportaciones afroamericanas del flamenco. Esta nueva orientación
interpretativa hace hincapié en el papel que los negros y mulatos,
tanto esclavos como libres, jugaron de cara al enriquecimiento del
acervo musical andaluz del que posteriormente surgiría el flamenco.
África invadió a los pueblos de un lado y otro del Atlántico con
sus tambores, marimbas y zambombas y con sus mojigangas, ñaques,
gangarillas, bululús y demás bailes e histrionismos, que van a las
procesiones, a los teatros, y a todo jolgorio popular”. “El negro
y el mulato fueron en el teatro español algo más que figuras de la
trama; también fueron músicos, danzantes, cantadores, farsantes y
hasta autores. A esa época gloriosa del teatro de España ellos
aportaron alguna de sus formas más típicas”. Más tarde,
diversos autores hispanos han reanudado la investigación señalando
que los colectivos negros de Sevilla y Cádiz contribuyeron a ese
magma musical andaluz del que surgiría el flamenco. Posteriormente,
José Luis Ortiz enfatizó el papel jugado por la música y los
músicos negros en el mismo sentido, mientras que José Luis Navarro
ha apostado por esta interpretación resueltamente en un reciente
estudio monográfico. Sin embargo, y a pesar de los avances
señalados, se sigue creyendo de manera generalizada que los sones y
ritmos africanos que entroncaron en mayor o menor medida y con más o
menos intensidad en el flamenco fueron aquellos llegados directamente
de América. En las presentes líneas pretendo poner de manifiesto la
valiosa aportación al patrimonio musical andaluz de los esclavos
negros, y también los mulatos, que vivieron en la España meridional
durante los siglos XVI y XVII. En la medida en que se avance en la
demostración de este supuesto, la idea de “cantes de ida y
vuelta”, a pesar de su indudable gancho, mostraría con mayor
claridad sus limitaciones. Sólo se podría admitir en el sentido de
considerar las idas y vueltas habidas entre tres continentes (Europa,
América y África). Sin ahondar en siglos anteriores, la
esclavitud de subsaharianos existió desigualmente en la
península a lo largo del periodo comprendido entre los siglos XVI y
XIX, aunque con una importancia decreciente a partir de mediados del
siglo XVII. Su presencia fue verdaderamente importante en numerosas
ciudades y pueblos: Sevilla, Rota, Cádiz, Ayamonte, Palos de la
Frontera, Huelva, Antequera, Málaga, Almería, Guadalcanal, Lucena,
Córdoba, Granada, Martos, Jaén, Cartagena, Murcia, Valencia,
Barcelona, Madrid, Valladolid y en diversas localidades de Baleares,
Canarias y Extremadura. Aunque no todos los esclavos fueron
originarios del África subsahariana, ya que una parte de ellos
fueron magrebíes capturados por los corsarios españoles, así como
moriscos derrotados, no cabe ninguna duda de que constituyeron el
grupo más numeroso. Los esclavos llegados a España durante los
siglos XVI y XVII fueron sacados directamente del dilatado litoral
comprendido entre el Senegal y Mozambique (Guinea, Santo Tomé, Cabo
Verde, Angola, Congo, etc.), siendo mayoritariamente jolof, mandingas
y congos. Aunque parte de ellos fueron enviados a América, la
mayoría de los desembarcados vivieron y murieron en territorio
español sin haber salido nunca hacia las colonias americanas. En el
estado actual de nuestros conocimientos todo permite afirmar que la
esclavitud negra fue más importante en la península que en las
colonias americanas a lo largo del siglo XVI y primera mitad del
XVII, una situación que se invertiría hacia la segunda mitad del
Seiscientos, cuando los esclavos en Indias superaron claramente a los
existentes en la metrópolis. De ahí que su llegada a la península
vía América, muy reducida, fuera cosa de los siglos XVIII y XIX
(cuando la esclavitud estaba en decadencia en la península). En
resumidas cuentas, decenas de miles de esclavos originarios del
África subsahariana fueron concentrados desde el periodo medieval en
diversas ciudades españolas, donde formaron sus propias asociaciones
con las que, por muy precariamente que fuera, pudieron defender sus
señas de identidad frente a las de la sociedad que los esclavizaba.
Fundaron cofradías religiosas en Sevilla (Nuestra Señora de los
Ángeles -de comienzos del siglo XV, aunque sus reglas datan de 1554,
Presentación de Nuestra Señora fundada en 1572 y la trianera del
Rosario, 1584), Cádiz (con anterioridad a 1590, apareció la
cofradía del Rosario, que fue sustituida en 1655 por la de los
Morenos de Nuestra Señora de la Salud y San Benito de Palermo), El
Puerto de Santa María, Jerez, Huelva, Jaén, Badajoz, Valencia,
Barcelona y Palma de Mallorca. Los esclavos llegaron a la península
con bailes y cantes africanos que por la viveza de su ritmo y la
sensualidad de sus movimientos llamaron pronto la atención de la
sociedad esclavista que los acogía. La afición de estos colectivos
por la música, que practicaban especialmente en sus reuniones en los
días festivos, despertó pronto el interés ajeno. Sirva de ejemplo
el caso de Sevilla, ciudad donde, al menos desde finales del siglo
XIV, se les permitía celebrar tales fiestas. El paso de los siglos
no vino sino a confirmar la situación descrita. En 1566 Muley Núñez
se quejaba de que se prohibiera bailar las “Leilas” y “Zambras”
a los moriscos, mientras que se permitía bailar y cantar a los
negros. Sin embargo, para las autoridades civiles, y para sus
propietarios, tales danzas fueron un continuo motivo de
intranquilidad, dados los frecuentes altercados que se producían
favorecidos por la abundante ingestión de vino. De ahí que se
pusieran trabas a las reuniones de los esclavos, al tiempo que se
limitaba la venta de vino y se les dificultaba el acceso a las
tabernas. Tales medidas no fueron aceptadas por los implicados, que
las ignoraron en la práctica. En Sevilla, la nutrida población
esclava se reunía para celebrar grandes bailes (uno de los lugares
más usuales de los “cabildos de negros” fue la plaza de Santa
María la Blanca), acompañados de panderos, “tabiles” y otros
instrumentos, no quedándole a las autoridades otra salida que la
reglamentación de tales encuentros. Esta política de encuadramiento
de las fiestas y hábitos de los esclavos también se aplicó en las
localidades de Jerez, Valladolid, Málaga, Moguer, Tenerife, Murcia,
etc. La iglesia, por su parte, denunció continua-mente la gran
sensualidad que, en su opinión, era característica de los citados
bailes. Con el fin de facilitar su condena (y reducir su vertiente
sensual) favoreció su inclusión en las fiestas de carácter
religioso, como la del Corpus, en la que los negros con sus danzas y
bailes (en calidad de diablitos) representaban al pecado que era
finalmente vencido por la divinidad de sus amos blancos. Debe
recordarse que uno de los más importantes privilegios de las
cofradías de negros fue su participación en los desfiles
procesionales, especialmente durante el Corpus Christi, la Semana
Santa y otras fiestas religiosas. Su presencia en tales actos se pone
de relieve en diversos ejemplos. Los esclavos participaron
activamente en la acogida que la ciudad dispensó a la reina Isabel
la Católica en 1477. Del mismo modo, en la procesión del Corpus de
Sevilla de 1590 participaron negros y mulatos “danzando y tañendo
con guitarras, sonajas y tamboril”. Gran resonancia tuvieron las
dos fiestas organizadas en 1615 en honor de la Purísima por los
negros sevillanos, así como la celebrada en 1655 con motivo de un
acto de desagravio a la Virgen. Mientras tanto, las fiestas anuales
de la Cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles se siguieron
celebrando hasta 1803. Entre 1564 y 1659 aparecen documentados al
menos veintiún grupos de danzas en las celebraciones religiosas
sevillanas, entre los cuales se encuentran nombres bien
significativos: “Los Negros”, “Los Negros de Guinea”, “La
Cachumba de los Negros”, “Los Reyes Negros”, “La Batalla de
Guinea”. Los negros también aparecen cantando villancicos en las
funciones religiosas navideñas, como lo prueban diversas piezas de
Diego Sánchez de Badajoz, de Lope de Rueda, de Andrés de
Claramonte, de Lope de Vega, etc. Las habilidades musicales de negros
y mulatos, esclavos y libertos, así como su habla característica,
no tardaron en ser ridiculizados por parte de los demás sectores de
la sociedad, por más que algunos de ellos no gozaran de mucha más
consideración social que sus vecinos negros. Así, los desfiles
procesionales de las cofradías de los negros sevillanos fueron
objeto de las burlas hirientes del público asistente, que
aprovechaba su paso “para reir y mofar della”. Un testigo
coetáneo afirmó al respecto que “pareze más entremés de comedia
que acto de devoción”. En el teatro y la literatura de los siglos
XVI, XVII y XVIII abundan los personajes negros caracterizados como
tipos cómicos y grotescos, casi siempre víctimas de feroces
parodias: “El negrito hablador y sin color anda la niña”, “Negro
del mejor amo”, “Del negro hablador”, “Sainete y baile de los
negros”, “El Entremés de los negros”, “Negra por amor”,
“Negro más prodigioso”, “Baile entremesado de los Negros”,
“Los negros de Santo Tomé”, etc. A pesar de lo expuesto, los
cantes y bailes de origen africano fueron penetrando y/o
influenciando los bailes y cantes españoles y/o andaluces en un
proceso todavía escasamente conocido. Establecer qué bailes y
cantes de origen africano formaron parte del acervo musical hispano
en los siglos XVI y XVII es tarea harto complicada. Sin embargo, en
fecha tan temprana como la segunda mitad del siglo XV aparecen las
coplas “a los negros y negras” de Rodrigo de Reynosa, que
incluyen el baile guineo. Sebastián de Covarrubias destacaba de los
bailes guineos su “agilidad y presteza”, definiéndolos en 1611
como “una cierta dança de movimientos prestos y apresurados; pudo
ser fuesse trayda de Guinea, y que la dançassen primero los negros”.
Francisco de Quevedo destacó el “meneo de los guineos”, al igual
que Juan Bautista Diamantes, en su entremés “El Figonero”.
Posteriormente, el “Diccionario de Autoridades”, aparecido entre
1726 y 1739, decía al respecto: “Cierta especie de baile ú danza
mui alegre, y bulliciosa, la qual es mui freqüente entre los
Negros”. Eugenio de Salazar, en el siglo XVI, daba cuenta de uno de
tales bailes guineos, el Gurumbé, que también aparecía en el
“Baile entremesado de negros” de Francisco de Avellaneda y en la
“Mojiganga que se hizo en Sevilla en las fiestas del Corpus de
1672″. En otras piezas figuran bailes con otros nombres, aunque
posiblemente se refieran al anterior: Gurrumé (“Mojiganga de la
gitanada”), Galumpé y Gurujú de Guinea, “bailado a lo andaluz”
(“Nacimiento de Cristo” y “La isla del Sol” de Lope de Vega,
respectivamente). El Zarambeque fue un baile generalmente aceptado
como de origen africano, tal como reconocía en 1739 el “Diccionario
de Autoridades”: “Tañido, y danza mui alegre, y bulliciosa, la
qual es mui frecüente entre los negros”. Para Cotarelo el guineo y
el zarambeque eran lo mismo, mientras que para A. Larrea, también
era conocido como zambí, no faltando quien lo identificaba como el
zumbé (¿cumbé?), como sucede en el entremés “Los gorrones”.
En todo caso, el zarambeque tuvo indudable éxito en la segunda mitad
del siglo XVII, tal como se demuestra por su aparición en diversos
entremeses y demás piezas: “El Portugués”, “Niño caballero”,
“La fiesta de Palacio”, “El parto de Juan Rana”, baile de los
“Borrachos”, “La boda de Juan Rana”, “Las Naciones”, “El
Retrato de Juan Rana”, “Los Sones”, “El Sacristán
Berengeno”, “El colegio de los Gorrones”, “Sainetes del
Matemático”, “El zarambeque de Cupido”, “Auto de la Nave”
(atribuido a Calderón de la Barca), “El primer duelo del mundo”,
“Mojigangas del Zarambeque” y “Mojiganga del Mundi Nuevo”. En
el siglo XVIII Fernando de Castro lo incluyó en el fin de fiesta
“Doña Parva Materia”, así como en el entremés “El destierro
del hoyo” y Ramón de la Cruz lo hizo cantar por un coro de
“negritas”. Es posible que también fueran de origen africano
aquellos bailes referidos a la etnia mandinga. Sirva de ejemplo “La
pícara Justina” donde se menciona la “jácara al uso de la
mandilandinga”. En el baile “El rechazo” encontramos una
alusión al estribillo de origen africano “¡Ye, Ye”, que también
aparece en el “Entremés del niño caballero”. El Cumbé, baile
originario del Golfo de Guinea que algunos identificaban con el
zarambeque, fue definido de la siguiente manera en el “Diccionario
de Autoridades”: “Baile de negros, que se hace al son de un
tañido alegre, que se llama del mismo modo, y consiste en muchos
meneos de cuerpo à un lado y à otro”. En la mojiganga de “La
burla del papel” se nos informa de su aceptación entre los
jóvenes. Otros bailes y cantes también pudieron tener un origen
africano, máxime si tenemos en cuenta que fueron negros reales o
fingidos quienes lo ejecutaron en escena. Entre los ejemplos
disponibles: “Entremés del platillo”, “En la fiesta del
Santísimo Sacramento”, “A lo mismo”, “En la Fiesta de la
Adoración de los Reyes” (las dos últimas piezas de Luis de
Góngora), “Mojiganga de la negra”, “Mojiganga del Mundi
Nuevo”, entremeses “El borracho” y “Los negros de Santo
Tomé”. En el siglo XVIII aparece en el “Entremés segundo del
negro”. A la chacona le atribuyen un origen afroamericano
Cervantes, Quevedo (“chacona mulata”), Simón Aguado (“Entremés
del pasillo” y “El Entremés de los negros”) y Jerónimo Salas
Barbadillo (“El Prado de Madrid y el baile de la Capona”). Es
posible que con el gateado ocurra lo mismo: Lope de Vega en su
comedia “El premio del bien hablar” alude a una mulata aficionada
al gateado. Ocurre lo mismo con el “Baile de la Gayumba”, el
baile “Retambo”, mientras que la “Mojiganga del Folión”, de
fines del siglo XVII, incluye un “baile gracioso americano”.
Entre los instrumentos utilizados por los negros en sus bailes y
desfiles procesionales figuran los de indudable origen africano como
los tambores (tamborcillos, tamborilillos, atabalillos y tamboriles)
y los de origen europeo como la guitarra. Posiblemente, el más
acabado ejemplo del amor de los negros por la guitarra lo proporciona
Miguel de Cervantes en “El celoso extremeño”. Además,
panderetas, sonajas, castañuelas, zambombas, etc. También fue
utilizada la escoba, para con su son animar la “mulata chacona”.
Más insólito e interesante es el hecho de que en “La fragua del
amor” aparezca un negro cantando y bailando en una fragua
acompañados con la percusión de martillos. Del colectivo de
esclavos surgió un grupo de músicos profesionalizados en mayor o
menor medida. Las referencias, aunque escasas y algo imprecisas,
tienen un enorme interés. En 1590, Leonor Rija y cuatro mulatas
habían participado en la procesión del Corpus sevillano, actuación
que les reportó el cobro de ochenta doblones. Unos años más tarde,
en 1618, fue enterrado en el cementerio de la iglesia del barrio
sevillano de San Bernardo un mulato conocido por Juan Coplilla, lo
que posiblemente indique su oficio, o al menos su afición. “Dos
negritos verdaderos” fueron los animadores del baile que se celebró
en 1660 en el Palacio Real. La mulata María de Córdova y de la
Vega, Amarilis, que recitaba, cantaba, tañía y bailaba, fue una de
las comediantas más célebres del siglo XVII. Una carta del deán
del cabildo de Alicante, Manuel Martí, fechada en Cádiz en 1712,
ridiculizaba el fandango: “No solamente le honran las negras y las
personas de baja condición, sino también las mujeres más nobles y
de encumbrado nacimiento”. Debe ser merecidamente resaltado el
anuncio aparecido en 1759 en un diario madrileño de la venta de un
negro del que se destacaban sus habilidades musicales: “sabe…
tocar el Clarín, la Flauta dulce y travesera”. En definitiva, es
indudable que los ritmos africanos fueron conocidos en España con
anterioridad a su ida forzada a América. Al menos desde el siglo XIV
los esclavos negros lo habían ido introduciendo en las ciudades bajo
andaluzas y en las de la fachada mediterránea española. Lope de
Vega reconocía en su comedia “Los nobles como han de ser” la
participación de los negros en la mezcla de músicas que se producía
en los puertos bajoandaluces: “Flamencos, indios y negros / y la
nación española, / risueños bailando muestran / sus alegrías
notorias”. Quiñones de Benavente, en “Los alcaldes encontrados”
(1635), hacía explicar a un cómico el secreto del éxito de los
negros: “Cantando están de lo fino, bailando van de los nuevo,
juntando en dulce armonía, gracia, baile, tono y versos”. Por su
parte, Simón de Aguado en 1602 ponía en boca de una negra una frase
que (aunque no se refería a la música), resumía, a mi entender, la
contribución de la música negra (la aprendida en la tierra de
nacimiento de los esclavos) a la andaluza (la originaria enriquecida
con el forzado contacto de la música europea): “Manicongo nacimo,
Seviya batizamolo”. Así, pues, se produjo un doble proceso en el
que a los negros les fue fácil introducir su propia música
originaria de África, pero también les fue fácil adoptar buena
parte de los cantes y bailes populares del momento, así como los
instrumentos europeos que hasta entonces les habían sido extraños.
Estamos, pues, ante un caso claro de aculturación de la población
esclava que, sin olvidar el tañido de sus tambores y ritmos propios,
tenderá a adoptar la guitarra, la bandurria, las castañuelas y
otros instrumentos europeos. Negros y mulatos, esclavos o libres,
habían añadido a la vivacidad de los ritmos africanos algunas
reglas e instrumentos de la música española. Los esclavos
“blanquearon” su música, lo que les permitió extenderla a más
amplios sectores de la sociedad que los esclavizaba y se burlaba de
ellos. El éxito de la música africana explica que los negros y
mulatos pudieran cantar y bailar, sin intermediarios fingidos o
postizos, en los escenarios españoles. No menos importancia tiene el
señalar que los peninsulares se fueron aficionando al mismo tiempo a
los ritmos y sones africanos, tal como se observa en las citadas
coplas de Reynosa que se debían de “cantar al tono de Guineo”. A
fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se produjo cierto renacer
de la esclavitud en España, fenómeno vinculado con la creciente
introducción del cultivo de la caña de azúcar en Cuba basado en la
mano de obra esclava africana y con la repatriación de enriquecidos
indianos (buena parte de los cuales participaron en la trata negrera)
con sus esclavos favoritos, que formaban parte, uno de tantos, de sus
símbolos de riqueza y poder atesorados en la isla antillana. De ahí,
la relativamente importante presencia de negros esclavos y libres,
así como mulatos, en diversas ciudades españolas: Sevilla, Cádiz,
El Puerto de Santa María, Málaga, Madrid, Badajoz, Murcia,
Barcelona, Valencia y Mallorca. Su participación fue muy importante
en los ambientes musicales de la época: comedias, sainetes,
entremeses, zarzuelas, etc. los incluían con frecuencia en su
reparto. Entre las piezas más frecuentemente representadas en el
siglo XVIII, algunas de las cuales procedían de las centurias
anteriores, hay que destacar “El Negro más prodigioso o el Mágico
africano”, “El Negro Sensible”, “El Valiente negro de
Flandes”, “El esclavo de su honra y Negro del cuerpo blanco”,
“Entremés de la negra lectora”, etc. Los negros también fueron
protagonistas de los romances y demás literatura de cordel (uno de
los mejores ejemplos es la famosa relación “Boda de negros” del
Puerto de Santa María), aunque por lo general aparecían como seres
malvados y lujuriosos que ejecutaban todo tipo de crímenes horrendos
y violaciones sin cuento en las personas de sus amos. En todo caso,
la continua presencia de cantes y bailes de origen africano
evidenciaba que seguían gozando del favor de las capas populares de
la población, especialmente en las calles, cafés y tabernas. Los
bailes y cantes ya conocidos en los siglos XVI y XVII tuvieron
continuidad en el Setecientos. Recuérdese que el “Diccionario de
Autoridades” conservaba en esta última centuria los vocablos
guineo, cumbé y zarambeque como sinónimos de danzas festivas de
negros y, ya vimos anteriormente, que en una de las piezas de Ramón
de la Cruz coro de “negritas” cantaba el zarambeque. Por su
parte, el cumbé aparece en las tonadillas “La criolla” (1780) y
“La gitanilla del coliseo” (1766). En 1801 y 1802 todavía se
bailaba el cumbé en Madrid, aunque a fines de la década de los
treinta apenas si se recordaba, según el testimonio de C. Dembowski,
que estuvo en España entre 1838 y 1840. En los citados casos de los
bailes guineos, cumbé y zarambeque ¿se trató sólo de una
recuperación literaria? No parece que fuera así, especialmente
teniendo en cuenta que estas piezas musicales se esforzaban en
adaptarse continuamente a los gustos cambiantes de los espectadores.
Es decir, la música africana continuaba gozando del favor de
diversos sectores del público. Como apuntaba con anterioridad, el
declive de la población esclava en España y su vertiginoso aumento
en las colonias americanas explican que el colectivo negro y mulato
peninsular se fuera engrosando poco a poco con la llegada de esclavos
o domésticos negros que, siguiendo a sus amos, llegaban de América.
De ahí la cada vez mayor presencia de los negros indianos en los
escenarios españoles, con sus bailes y cantes afroamericanos
característicos, algo que fue tomando importancia a medida que
avanzaba el Setecientos. Este fenómeno fue percibido por los autores
teatrales. En el fin de fiesta de “El indiano de la Oliva”,
cuatro negras que llegan a España con su amo cantan una “tonadilla
nueva de Veracruz”. En el entremés “El Colegio de los poetas”
se insiste en la procedencia americana de algunos cantes y bailes.
Cuando el componente africano de la música española, forjado en los
siglos XVI y XVII, estaba a punto de desaparecer, llegaron del otro
lado del Océano Atlántico los ritmos africanos aclimatados en
América. La nueva música africana pasada por tierras americanas se
introdujo en España al aprovechar los gustos musicales previamente
introducidos por los esclavos africanos en los siglos anteriores. La
continuidad estaba asegurada. Posiblemente este proceso, aún mal
conocido, ha favorecido que los especialistas en el flamenco hayan
tendido a olvidar los orígenes africanos de la música que nos
interesa. Los tangos parecen protagonizar este proceso. Aunque las
dificultades para establecer su origen son evidentes, existen
testimonios que sitúan su nacimiento en La Habana (al menos en su
forma moderna) a comienzos del Ochocientos. Otro testimonio, esta vez
de 1814, señala la presencia de bailes conocidos como tangos en
Cádiz, mientras que en 1821 se bailaba en los escenarios de
Barcelona las “boleras del tango”. Paulatinamente se cantaron por
casi por toda la península. En 1847 se editó en Cádiz una zarzuela
que hacía alusión a “mis tangos de Sevilla”. Un año más tarde
el Semanario Pintoresco Español publicaba un artículo en el que se
citaban “los perezosos compases del punto de la Habana o en los
salvajes gritos del tango”. De 1849 es el texto de una carta que
abundaba en la temprana aclimatación del tango americano en Cádiz y
Sevilla, fenómeno que corroboraba el Diccionario de la Real Academia
Español al acoger el vocablo tango en 1852. Diez años más tarde,
Davillier daba cuenta de una fiesta en Triana en la que una joven
gitana “bailó el tango americano con extraordinaria gracia. El
tango es un baile de negros que tiene un ritmo muy marcado y
fuertemente acentuado”. En la plaza de toros sevillana el mismo
autor presenció una corrida en la que intervino una cuadrilla de
negros (“súbditos del rey Congo”), los cuales “hicieron su
entrada bailando la sopimpa, un baile negro cuyo ritmo marcaba la
orquesta, ejecutando después otras danzas de su país, como el
cucullé y el tango americano”, ritmo éste último que fue coreado
por el público. Finalmente, también estuvo presente en una reunión
de los trabajadores de una bodega jerezana en la que se cantaron “las
coplas del Tango americano, una de las canciones más populares de
Andalucía”. Posteriormente, en 1886, tenemos noticias de un cuadro
flamenco sevillano compuesto por seis cantaores que incluían en su
repertorio los tangos, así como un numeroso grupo de sevillanas que
cantaron “muy graciosos tangos, que nacidos en tierras americanas,
aquí han tomado carta de naturaleza”. Un año más tarde, y en una
fiesta flamenca celebrada en Sevilla, sabemos de “una hermosa mujer
que se bailó unos tangos y unas seguidillas gitanas”. A la vista
de lo expuesto puede aventurarse que en la década de los cuarenta se
produjo la popularización del tango, lo que favoreció su inclusión
por parte de los autores de zarzuelas para aprovechar del favor del
público. En pocos años se difundieron extraordinariamente los
tangos en Sevilla, Cádiz, Jerez, Sanlúcar de Barrameda, Almería,
Córdoba, Madrid, Barcelona, Lérida y hasta Sant Feliu de Guíxols:
Tango americano, Tango de los Negros, Tangos del Cucoyé, Tango del
Chorlito, Tangos de Las viejas ricas de Cádiz, Tangos de la
flamenca, Tango del Sangá, Sangá, Tango del caracolillo, etc.
Aunque no con tanto éxito, el punto de La Habana, las guajiras (1874
y 1789), las habaneras (1865, 1867, 1868, 1876, 1877, 1880, 1883 y
1885) también estuvieron presentes en los escenarios y reuniones
festivas de Sevilla, Cádiz, etc. Pocas son las noticias sobre los
afroamericanos, negros o mulatos, que en España interpretaron tales
cantes y bailes. En 1859 la prensa sevillana daba cuenta de “un
negrazo que anda bailando la manduca, acompañándose de tales
gestos, visiones y meneos, que no pocas personas vuelven la cara a
otro lado avergonzadas de presenciar tales y tan grotescos ademanes”.
Posteriormente, en 1875 el “celebre flamenco mulato Meric” cantó
“El tanguito llamado Cangu, Cangu” en Jerez. En 1879 un bailarín
negro que actuaba en Madrid, Chirwing, interpretaba unas supuestas
peteneras. En la década de los ochenta se detecta la actuación de
los enigmáticos “Tres negros bemoles”. No menos interesante es
el testimonio de Pepe el de la Matrona sobre un personaje popular de
Sevilla que “tocaba el pito. El Negro Vega se vino de Cuba -cuando
la guerra de Cuba con Jaramillo-, y tenía un oído”.
Paralelamente, numerosos cubanos estuvieron en España y dieron a
conocer, de una u otra forma, sus cantes. Un funcionario del presidio
de Ceuta nos dejó la siguiente observación: “allí vivían en
1873 los insurrectos, cubanos, casi todos los condenados a cadena
perpetua. Estos infelices, a quienes el mundo oficial de Ceuta miraba
por encima del hombro, cultivaban un pedazo de terreno dentro de
murallas, y le hacían producir lindamente, labrándolo al son de
populares guajiras saturadas de odio a España”. Uno de los más
afamados “guapos” del penal ceutí fue el Negro Dolores, con un
largo historial de homicidios cometidos en La Habana. Con
anterioridad, en 1848, se publicaron en La Habana las décimas de “El
Negro José del Rosario”, que narraban las vicisitudes del
protagonista, un negro curro o valentón, en el penal de Ceuta. En
resumidas cuentas, no se puede ignorar la aportación de la música
africana de los esclavos y libertos negros y mulatos en la España de
los siglos XVI, XVII y XVIII. Tampoco se puede ignorar que a lo largo
del último siglo citado y, especialmente, del Ochocientos fueron
llegando a la península, sobre todo a Andalucía, los ritmos
afroamericanos, los cuales revitalizaron la música africana que se
encontraba en peligro de desaparición, en paralelo al declive de la
población esclava en la península. El éxito de tales cantes,
bailes y ritmos fue de extraordinaria importancia para la música
andaluza, ya que favoreció que estos elementos africanos y
afroamericanos pudieran entrar a formar parte de lo que en breve
llegaría a ser conocido como flamenco. La revitalización del gusto
por la música con elementos africanos y afroamericanos se produjo
cuando escaseaban sus intérpretes en los escenarios profesionales y
en los espacios de sociabilidad populares. Todo parece indicar que
los gitanos supieron llenar el vacío creado y apoderarse lenta, pero
claramente, de esta música. En efecto, los gitanos cumplieron una
importantísima labor al incorporar a su repertorio musical buena
parte de los bailes y cantes de origen africano, ya fuesen los que
llegaron directamente de África, ya fuesen los que llegaron
posteriormente vía América. El trabajo de demostrar la anterior
hipótesis está por hacer, aunque se pueden aducir algunos
argumentos que apuntarían en la citada dirección:- La condición de comunidad marginal y marginada compartida por negros y gitanos en el periodo citado.
- El hecho sabido de que los gitanos acogieran a no pocos desertores de la España oficial (entre ellos negros esclavos o libertos) a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, lo que debió de favorecer la mezcla de músicas.
- La proverbial afición y la habilidad que negros y gitanos poseen en el terreno musical.
- La incorporación musical de los gitanos a las fiestas religiosas, camino recorrido con anterioridad por los negros.
- El hecho de que los gitanos también fueran representados en los escenarios al modo como lo fueron los negros. En la “Mojiganga de la gitanada”, de 1670, intervenían dos negrillos que cantaban el estribillo del Gurrumé.
- El infructuoso intento llevado a cabo desde el poder de atenuar la presencia en escenarios y fiestas populares, como lo demuestra la Real Cédula de 1633 al disponer “que ni en danzas ni en otro acto alguno se permita acción ni representación, traje, ni nombre de gitanos pena de dos años de destierro y de 50.000 maravedíes”.
- La constatación de que, por fortuna, los bailes y cantes de los gitanos ganaron el territorio de las tabernas, de las plazas y de las calles.
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